
Pese a los intentos por animar el escenario político con un festival de idas y venidas rocambolescas, golpes de escena patéticos y conjeturas mediáticas para todos los gustos, no se percibe demasiado interés de la ciudadanía en la actual oferta electoral. Ninguno de los postulantes realmente prende; andan por ahí dándose bola entre sí, autofagocitándose, mientras los problemas reales de la gente aparentemente van por otro lado.
En parte, este desolador espectáculo tiene que ver con la complejidad de la crisis actual y la incapacidad de los líderes y partidos para decir con claridad lo que hará frente a la acumulación de desequilibrios y problemas, por si acaso no solo económicos, que la inoperancia e irresponsabilidad del gobierno de Luis Arce les dejarán como herencia cuando alguno de ellos asuma las riendas del Estado en noviembre.
Hay, pues, un gran vacío programático, y lo más interesante que se ha logrado posicionar, en ciertos segmentos de opinión, es una idea bastante general de reducción del Estado, en la que no se dice cómo se podría realizar y por dónde habría que empezar. Debate legítimo, hay que reconocerlo, más allá de que uno comparte la premisa, pero que está, por otra parte, contaminado de esbozos del credo milista en sus versiones más primitivas y simplonas.
Las lagunas intelectuales son tan grandes cuando se exagera el discurso que a algún candidato no se le ha ocurrido mejor idea que proponer la desaparición del Ministerio de Gobierno para combatir los abusos del Estado. A ese paso, habrá que eliminar el Ministerio de Salud para que no haya más enfermedades, el de Educación para acabar con la ignorancia y cosas así. A ratos parecería que hay gente que piensa que basta con decir tonterías para transformarse en disruptivos y novedosos.
Y conste que los libertarios son los que, al menos, andan intentando proponer una “batalla cultural” y una confrontación de ideas. El resto anda por ahí con las generalidades de siempre, prometiendo que habrá dólares en un par de meses, gasolina barata porque tienen contactos con los refinadores, industrias pesadas y guerra híbrida que nos transformarán en una Unión Soviética andina o préstamos de decenas de millas de millones de dólares del FMI porque son cuates de sus directores y hablan inglés perfectamente. En esas estamos y se entiende, por lo tanto, el escepticismo y la indiferencia de la gente.
Pero, eso no es quizás lo más grave; me parece que además casi todos siguen anclados en una lectura errada del país, en la que dos fenómenos de cambio trascendentales no están siendo casi considerados. Ni la modernización social que el país ha experimentado en estos últimos 15 años ni la crisis persistente, y amplificada desde 2019, son tomadas en cuenta con todas sus implicaciones y consecuencias. En cambio, las principales fuerzas políticas siguen pensando y operando con base en el viejo software de la polarización masismo-antimasismo, el alfa y omega de la política boliviana desde 2006.
Por eso, la dramaturgia electoral parece tan anacrónica: Tuto diciendo casi lo mismo que cuando fue candidato en 2005, Samuel repitiendo el libreto de cierto centrismo masoquista que no se anima a romper con las ideas más reaccionarias del antimasismo pese a que la encapsulan y le impiden crecer, Manfred intentando volver a un pasado de populista noventero sin contenido, Arce esperanzado en ser el único candidato de la izquierda para que voten por él, aunque piensen que su gobierno es un desastre, y Evo apostando a que la melancolía por un pasado que fue mejor le solucione todos sus problemas.
En todos esos casos, la creencia es en una sociedad y un electorado divididos entre masistas y no masistas, que automáticamente seguirán, tarde o temprano, esos instintos primarios para alinearse con uno y otro bando. Algunos piensan que en esta coyuntura el antimasismo asociado a un rechazo elevado al Gobierno completará la faena, mientras que al frente confiar en las lealtades históricas del mundo nacional-popular con la izquierda.
Sin embargo, tengo la impresión de que ese aburrido esquema está temblando, se está reconfigurando silenciosamente sin que la clase dirigencial se haya dado cuenta. Por una parte, la sociedad se fue complejizando y fragmentando, las lealtades políticas se debilitaron, las pulsiones individualistas se acrecentaron y la ciudadanía aumentó su desconfianza en la política.
Por ahí, también pasaron los 15 años de potenciamiento de las clases populares, fenómeno particularmente significativo en Bolivia, que no se pueden eludir y casi cinco años de desequilibrios económicos y políticos que están fatigando a las mayorías. Hay, pues, poderosos elementos de continuidad y cambio en las esperanzas de la ciudadanía y el que lograr equilibrarlos podría empezar una nueva etapa.
Pero, por ahora, nadie le está aún hablando a esa nueva Bolivia, con grandes potencialidades, pero también más feroz, informal y moderna. Nadie se hace cargo de sus contradicciones, de sus nuevos malestares y de sus renovadas expectativas. Por eso nadie entusiasma ni genera adherencias fuertes.
Por Armando Ortuño Yáñez, es investigador social