Nativismo, populismo y marxismo cultural
Las intentonas golpistas en Brasilia y Washington luego de que Bolsonaro y Trump perdieran las elecciones son ejemplos del auge de la ideología denominada «derecha radical populista». Para hacerle frente no alcanza con las recetas del pasado: es necesario conocerla mejor, y aquí ofrecemos algunas claves para su análisis.
28 de junio de 2023
Tras la finalización del mandato de Jair Bolsonaro (2019-2022) como presidente de la República Federativa de Brasil, la asunción de Luiz Inácio Lula da Silva se vio condicionada por acontecimientos que rememoraron lo sucedido en Washington durante el 6 de enero de 2021, con la invasión del Capitolio por parte de los partidarios del expresidente norteamericano Donald Trump. La irrupción de simpatizantes bolsonaristas a los palacios del Congreso, la Justicia y la Presidencia fue percibida por estos como una oportunidad para desencadenar un golpe de Estado y evitar el «comunismo», en esa lucha ideológica contra lo que denominan «marxismo cultural».
El saldo de dichos acontecimientos fue una destrucción patrimonial escandalosa y un golpe frustrado. La reacción de Lula, los jefes de los tres poderes, el Tribunal Supremo y los 27 gobernadores no se hizo esperar, cerrando filas a favor de la democracia. Los radicales fueron detenidos, enfrentan penas de cárcel, y el episodio le dio al actual presidente la oportunidad de depurar responsabilidades y hacer «rodar las cabezas» de algunos políticos y comandantes fieles a Bolsonaro, indudable responsable político de la intentona golpista.
Los eventos sucedidos en Brasilia y Washington, que intentaron poner en jaque la democracia de los respectivos países, son ejemplos del auge de la ideología denominada derecha radical populista (Cas Mudde, 2019). En este artículo, analizaremos dos de los elementos ideológicos que componen dicho fenómeno: el nativismo y el populismo. Posteriormente, indagaremos sobre el modo en que han incidido en el bolsonarismo a la hora de explicar el accionar de ciertos sectores radicalizados en la toma de los tres poderes del Estado Federal.
Nativismo y populismo
La derecha radical populista es el reflejo de un síntoma de la crisis por la que atraviesa la propia globalización neoliberal impulsada por Occidente en las últimas décadas. Algunos autores plantean que el orden liberal internacional posee una serie de aspectos que han comenzado a transitar una situación de crisis a partir de la segunda década del siglo XXI. Así, las tres premisas cuestionadas del orden son el liberalismo[1], universalismo[2] y la preservación del propio orden[3]. Estas son puestas en tensión por un conjunto de tendencias globales, entre las que sobresalen el ascenso de China, la emergencia y extensión de liderazgos políticos iliberales y cierto grado de retroceso del libre comercio en favor de políticas menos multilaterales y más proteccionistas. En particular, la extensión de liderazgos políticos iliberales es un proceso que puede encasillarse en la figura de Bolsonaro que, al igual que los liderazgos de Trump, Putin, Erdogan, etc., ponen en jaque los pilares centrales del orden liberal internacional.
América Latina tampoco es inmune a este virus ideológico. Las fuerzas nacionalistas instrumentalizan un discurso populista cargado de fuertes connotaciones ideológicas, mediante el cual interpretan y politizan el descontento social en contra de la globalización y sus efectos. Los líderes que surgen en medio de tales coyunturas proyectan un discurso ideológico radical, se presentan como hombres fuertes, de mano dura, predican una política del miedo y demandan el rechazo de las sociedades abiertas que promueven la diversidad cultural.
¿Cómo comprender desde un punto de vista teórico esta ideología? Según Mudde (2019), se puede establecer una diferenciación entre dos subgrupos de la «ultraderecha»: la derecha radical y la derecha extrema. La primera «acepta la esencia de la democracia, pero se opone a elementos fundamentales de la democracia liberal, y de manera muy especial, a los derechos de las minorías, al Estado de derecho y a la separación de poderes». Mientras que la extrema derecha es revolucionaria, la derecha radical tiende a ser más reformista. En esencia, la derecha radical confía en el poder del pueblo y la extrema derecha no.
En ese sentido, Mudde define como derecha radical a aquellas «ideologías para las que las desigualdades entre las personas son naturales y positivas, y para las que la democracia es aceptable en su forma más esencial, pero no lo son ciertos elementos fundamentales de la democracia liberal». De esta forma, ambos subgrupos se oponen al consenso liberal de posguerra, aunque en sentidos fundamentalmente diferentes. Para Mudde, uno de los elementos ideológicos que conforman a la derecha radical populista es el nativismo:
(…) una combinación de nacionalismo y xenofobia. Se trata de una ideología que defiende que en cada Estado deberían vivir únicamente miembros del colectivo nativo —la nación—, y que los elementos no nativos —o «foráneos»—, ya sean estos personas o ideas, constituyen una amenaza para la pervivencia del Estado nación homogéneo.
El autor explica que estos discursos buscan instaurar una etnocracia, es decir, una democracia en la que la ciudadanía se base en la etnia. Sus exponentes se proponen recrear una especie de Estado monocultural y homogéneo «cerrando las fronteras a los inmigrantes y dando a los “extranjeros” residentes la opción de asimilarse o ser repatriados». Los procesos de asimilación a los que son sometidos los ciudadanos son planteados como indispensables para su permanencia en el país, pese a que el grado de asimilación exigido difiere entre cada caso. Algunos consideran que solo los grupos étnicos relacionados con el nativo pueden asimilarse, mientras que otros, producto de diferencias de carácter cultural, no pueden hacerlo en las sociedades occidentales.
Siguiendo a Moffitt (2022), la utilidad del término nativismo radica en el hecho de que es más específico que hablar únicamente de nacionalismo y, a su vez, más amplio que hablar únicamente de líderes o partidos políticos racistas o antinmigrantes. Por su parte, Pereyra Doval (2022) argumenta como el nativismo en tanto elemento ideológico presente en Bolsonaro busca establecer un «nosotros necesario» que privilegia los derechos de los nativos sobre la población no nativa, entendida como una amenaza para la cohesión nacional.
En América Latina no todas las derechas de este tipo presentan componentes xenófobos fuertemente marcados, lo cual no olvida la existencia de actitudes negativas o discursos securitarios frente a ciertos temas de agenda. Sin embargo, en el discurso de las derechas radicales en América Latina, el «otro» es muchas veces asociado con lo foráneo, o en ocasiones, con lo plurinacional y el reconocimiento de la diversidad sociocultural, frente a lo que contrapone una concepción más homogeneizadora de la identidad nacional. Entonces, más que una combinación de nacionalismo y xenofobia, parece ser más ajustado pensar en una combinación de nacionalismo y soberanismo, en cuanto rechazo a lo considerado foráneo o lo diverso.
Ese rechazo puede incluir no solamente personas, sino ideas consideradas ajenas a la propia comunidad nativa; en ese sentido se circunscribe la noción de marxismo cultural o comunismo, presente en el discurso del bolsonarismo como un sistema de ideas ajeno a dicha comunidad nacional y a la propia identidad del pueblo brasileño.
El segundo elemento ideológico de la derecha radical, el populismo, ha sido objeto de distintos análisis y enfoques. Según Benjamin Moffitt (2022), se pueden destacar tres enfoques o aproximaciones al estudio del populismo: el populismo como estrategia política, la dimensión performativa y la dimensión ideacional. Cada una de ellas se relaciona entre sí, y no puede explicarse en ausencia de las otras.
En el primer caso, se puede optar por concebir al populismo como una estrategia política, es decir, como una práctica, y analizar cómo dicha estrategia incide en el diseño de las políticas de los países de América Latina (Moffitt, 2022). No se trata al populismo como una característica inherente a un actor político, sino como algo que se hace. En palabras de Jansen (2011), el populismo no es una cosa o un objeto que estudiar, sino un modo de práctica política. Esto implica enfocarse en cómo los populismos procuran alcanzar el poder y conservarlo, como así también entender los modos y medios fundamentales por los cuales un actor político accede al poder, toma y hace cumplir decisiones de autoridad. En este enfoque, el rol del líder es central, ya que el populismo se funda sobre un líder personalista. También se le da importancia vital a la idea de que los líderes populistas operan a través de apelaciones no mediadas, cuasi directas, evitando intermediarios normales como los partidos políticos y las redes clientelistas.
En el segundo caso, el enfoque discursivo-performativo, sigue siendo el más usual entre los teóricos políticos, no así entre los investigadores empíricos. Las raíces de este enfoque se encuentran en la obra de Ernesto Laclau (1985). Suele considerarse el fenómeno como un discurso que enfrenta al pueblo con la élite. En ese sentido, la Escuela de Essex influenciada por Laclau y Mouffe combina las teorías posestructuralistas y gramscianas de la hegemonía, y concibe el discurso como intentos de fijar significados e identidades en el contexto de la lucha por el poder (Moffitt, 2022). Se toma al populismo como un tipo particular de lenguaje que tiene efectos significativos en la manera en que se estructura y obra la política.
Aquí, el populismo debe entenderse como un estilo político que consiste en una apelación del pueblo contra la élite, en donde —a diferencia del enfoque ideacional planteado por autores como Cas Mudde, que ven al populismo como un atributo de los actores políticos— el populismo es visto como una práctica discursiva en la que las palabras y el discurso no solo describen el mundo sino que operan sobre él, constituyen sujetos políticos, como «pueblo» y «élite». Este enfoque se interesa en cómo se construye ese pueblo, lo cual refleja una ontología socioconstructivista en la que las identidades políticas no están dadas de antemano, sino que deben ser construidas por los actores políticos.
En tercer término, el populismo también se presenta en los estudios de Ciencia Política como un elemento ideacional, es decir, como un atributo. Se lo concibe como una ideología, un conjunto de ideas o una cosmovisión. La obra de Mudde y Kaltwasser (2017) es central en este tipo de enfoque, entendido como una ideología delgada. Es decir se trata de una ideología, pero una ideología que —a diferencia de las ideologías densas desarrolladas en el siglo XX como el liberalismo, fascismo o comunismo— no llega a constituir una visión del mundo completa y autónoma, sino que se limita a tres características generales: un discurso antiélite, de tipo moral, y que enfatiza la necesidad de respetar la voluntad general (Casullo, 2020).
Definir el populismo como una ideología delgada es útil para comprender la supuesta maleabilidad del concepto en cuestión. A diferencia de las ideologías densas, las delgadas como los populismos tienen una morfología restringida, que necesariamente aparece adherida —y en ocasiones incluso asimilada— a otras ideologías. De hecho, el populismo casi siempre aparece unido a otros elementos ideológicos, cruciales para la promoción de proyectos políticos que atraigan a un público más amplio. En consecuencia, el populismo por sí solo no puede ofrecer respuestas complejas ni integrales a las preguntas políticas que generan las sociedades modernas. Esto significa que el populismo puede tomar formas muy diferentes, que dependen de las formas en que los conceptos centrales del populismo parecen estar relacionados con otros conceptos, formando marcos interpretativos que pueden ser más o menos atractivos para diferentes sociedades.
Visto de esta manera, el populismo puede entenderse como una especie de mapa conceptual a través del cual los individuos analizan y comprenden la realidad política. No es tanto una tradición ideológica coherente como un conjunto de ideas que, en el mundo real, aparecen en combinación con ideologías bastante diferentes y, a veces, hasta contradictorias.
La misma delgadez de la ideología populista es una de las razones por las que algunos académicos han sugerido que el populismo debe concebirse como un fenómeno transitorio: fracasa o, si tiene éxito, se trasciende a sí mismo en algo más grande. La principal fluidez radica en el hecho de que el populismo inevitablemente emplea conceptos de otras ideologías, que no solo son más complejos y estables, sino que también permiten la formación de subtipos de populismo. En otras palabras, aunque el populismo como tal puede ser relevante en momentos específicos, una serie de conceptos estrechamente alineados con la morfología de la ideología populista son, a la larga, al menos tan importantes como la primera para la resistencia de los actores populistas. Por lo tanto, el populismo no existe en forma pura. Más bien, aparece en combinación y logra sobrevivir gracias a otros conceptos.
La adhesión a la política de derecha o de izquierda es algo que define al populismo desde este enfoque. Dependiendo del contexto socioeconómico y sociopolítico en el que surja, el populismo puede adoptar diferentes formas organizativas y apoyar diversos proyectos políticos. Esto significa que la naturaleza delgada del populismo en tanto ideología le permite ser lo suficientemente maleable para adoptar formas distintivas en diferentes momentos y lugares[4].
El atractivo de este enfoque radica en que permite comprender la capacidad del populismo para convivir con otras ideologías más abarcadoras, como también entender la manera en que el mismo aparece casi siempre asociado a otros elementos ideológicos. En otras palabras, la delgadez del populismo le permite ser lo suficientemente flexible como para asociarse con otras ideologías o adoptar formas de izquierda o de derecha, combinándose con ideologías densas como el socialismo o el conservadurismo. Así, resulta difícil imaginar cómo sería un populismo «puro», ya que este necesita convivir con otras ideologías para tener sentido. La forma en que el líder articula discursivamente la división pueblo-élite solo puede llenarse con el contenido de otras ideologías; de otro modo, carecería de significado.
Vittori reconceptualiza el término populismo como una ideología delgada cuyo núcleo está representado por un posicionamiento antielitista[5] y una crítica de la política representativa. Con respecto a este último punto, el populismo es entendido como parasitario de la democracia representativa, ya que no es ajeno a ella y compite con ella en el sentido y uso de la representación o en la forma de detectar, afirmar y gestionar la voluntad del pueblo. La crítica de la representación política tal como se concibe en las poliarquías es un elemento característico del fenómeno populista. Para dicho autor, el carácter iliberal del populismo es central en su fundamentación. Por el contrario, según Moffitt (2022) el populismo no solo amenaza con minar al liberalismo, sino también a la propia democracia, cuyas dos principales amenazas son la caracterización del pueblo y el tratamiento dispensado a la oposición por parte del populismo. En sus palabras, «(…) el problema fundamental del populismo en lo relativo a la democracia radica en su concepción homogénea del pueblo». Así, el populismo pasa a cumplir una función sinecdótica; es decir, el pueblo, una parte del sistema de gobierno, pasa a representar todas las identidades y visiones legítimas dentro de la totalidad del sistema.
¿De qué manera han incidido el nativismo y el populismo en tanto constitutivos de la derecha radical populista, en el accionar de los grupos bolsonaristas tras los eventos del 8 de enero de 2023?
Nativismo, comunismo y marxismo cultural
Ana Priscila Azevedo, una de las militantes con papel protagónico en la organización del asalto brasileño, posteó una convocatoria tres días antes a la toma de los Tres Poderes: «Vamos a colapsar el sistema, vamos a sitiar Brasilia y vamos a tomar el poder por asalto; ese poder nos pertenece». El llamado tenía destinatarios específicos: los hombres y mujeres del campamento montado desde noviembre de 2022 frente al cuartel general del Ejército brasileño, en una localización próxima a la Plaza de los Tres Poderes. Otros videos revelaron el llamamiento previo a «un encuentro en masa» en el lugar, y allí, los jefes de la organización mencionaban: «es la última chance de que Brasil no se torne comunista».
Durante todo el mandato de Jair Bolsonaro, los principales referentes del bolsonarismo y del denominado sector olavista advirtieron sobre el peligro del denominado «marxismo cultural», una alianza, según sus —cuando menos original— tesis del «narcotráfico y las ideas de Antonio Gramsci». La discursividad nativista, expresada en forma de soberanismo, suele instrumentalizarse tanto contra personas como contra ideas ajenas a la supuesta comunidad soberana, circunscribiendo así la idea de marxismo cultural como ideología o sistema de creencias ajeno a la comunidad nativa.
Pablo Stefanoni (2021) lo define como blanco de una teoría conspirativa de derecha, bajo la idea de que la Escuela de Frankfurt inició un amplio movimiento, que va desde el ámbito político al estético, tendiente a debilitar e incluso destruir a la cultura occidental. El término es utilizado en ámbitos de extrema derecha, incluidas sus variantes libertarias y cristianas, y acaba siendo un paraguas que incluye cualquier expresión de progresismo, como la defensa del feminismo, el multiculturalismo o la justicia social, y totaliza de manera paranoica. Así, dice Stefanoni, el marxismo cultural agitado por estos sectores reaccionarios «(…) devino casi en un vector para mantener vivo un discurso anticomunista que había perdido su poder de fuego tras la caída del Muro de Berlín hace ya tres décadas».
También el bolsonarismo suele utilizar como sinónimo de este concepto a la idea o noción de comunismo o globalismo. La finalidad de instrumentalizar dicha ideología es la misma, más allá de si se habla de marxismo cultural, globalismo o comunismo: una reivindicación ideológica de la soberanía o nativismo de la comunidad brasileña y de los valores conservadores, en contraposición a dichas ideas «de izquierda» (Frenkel y Azzi, 2021). Son los sectores olavistas dentro de la alianza de gobierno[6] los que parten de una agenda en donde el peso de dicha cosmovisión está presente[7]. Si bien colocan al marxismo en el centro de la denuncia, los sectores olavistas ven como enemigas incluso a las ideas previas al nacimiento de Karl Marx (Goulart da Silva, 2020).
Jorge Boaventura esclarece el origen del enemigo que combate Bolsonaro, cuando señala que «el Occidente cristiano está siendo descristianizado y materializado, frente a falsas élites paralizadas por los errores con los que se han dejado comprometer durante mucho tiempo». El autor afirma que Occidente se estaría descristianizando «a causa de un liberalismo impregnado de naturalismo, de egoísmo y de una terrible miopía histórica». El bolsonarismo, al luchar contra el «marxismo cultural», está luchando contra una versión distorsionada del marxismo que, después de todo, es una versión de la democracia burguesa misma. En ese sentido, no estaría mal decir que Bolsonaro y los sectores ideológicamente afines dentro de su gobierno son completamente contrarios incluso a los logros de la democracia liberal nacida de las revoluciones burguesas.
Por su parte, Pereyra Doval (2022) plantea que la «guerra cultural contra el marxismo» se convirtió en el punto de partida y primera piedra angular del discurso de Bolsonaro. Esta guerra cultural se «combatió» también haciendo referencia constante a Trump. El círculo íntimo del expresidente afirmaba que el exmandatario estadounidense había emprendido la misión de salvar a la civilización occidental contra un enemigo interno bajo la influencia del marxismo cultural global. Pero la finalidad de dicha postura, ante esta serie de ideas consideradas foráneas, es más simbólica que material.
Al «combatir el marxismo cultural», Bolsonaro mantiene movilizado a su electorado conservador, anticomunista y anti-PT, además de reforzar su alineamiento ideológico-cultural con Washington y el trumpismo, considerando que el electorado bolsonarista percibe a Estados Unidos como una nación ejemplar e indiscutible a la que hay que seguir. Bolsonaro se basó en esta antipatía hacia el PT luego de Lava Jato para fomentar la noción de una amenaza comunista y presentarse como el salvador de la identidad nacional, representada en los valores religiosos y tradicionales brasileños. Partió así de una estrategia discursiva en la que tomaba al comunismo y al marxismo cultural como medio para movilizar a sus seguidores y crear un clima de polarización política y división social.
Pueblo vs. élite
La acción de los sectores radicalizados del bolsonarismo en la intentona golpista es un reflejo de la incapacidad de los Estados Latinoamericanos de lograr dar una respuesta a las demandas y expectativas de la ciudadanía tras la crisis de 2008 y el fin del súper ciclo de los commodities. La insatisfacción con la política y el descreimiento de las instituciones —incluyendo a la democracia— fueron puestas de relieve en encuestas de carácter internacional que muestran un descontento global y generalizado. De esta forma, la crisis de las instituciones y reglas democráticas propició el desarrollo de condiciones políticas y sociales favorables para el surgimiento de discursos de ultraderecha fagocitados por personalismos que supieron elaborar estrategias de recepción entre la ciudadanía, canalizando su desencanto frente a la política en clave reaccionaria.
Combinando narrativas anti-establishment y con alegatos de cuño nacionalista, estos nuevos líderes y fuerzas políticas se arrogaron la representación de las personas comunes, del «verdadero pueblo», que estaría siendo traicionado por élites corruptas y subordinadas a los intereses foráneos. Estos discursos adoptan una estética y retórica de rebeldía reivindicando lo «políticamente incorrecto».
Los populistas de derecha suelen definir al pueblo como un grupo nacional: cuando los líderes populistas aseguran hablar en nombre del pueblo, solo se refieren a quienes consideran miembros de la nación (Moffitt, 2022). Lo que se trasluce con esta articulación restringida entre nacionalismo y populismo es que los grupos pertenecientes a minorías étnicas o culturales, y otros nacionales, quedan excluidos del pueblo y no comparten esa caracterización. Ello también refleja ese carácter nativista de la derecha radical populista a la hora de determinar ese «nosotros y ellos» que establece la idea de pueblo. La derecha radical populista combina su propia clase de nacionalismo/nativismo con populismo y juega con la ambigüedad del significante de pueblo, enfrentándolo con las élites políticas.
Así, el pueblo que aparece en la retórica de los «neopatriotas», o de los líderes de derecha radical populista, es en definición homogéneo, pero también difuso en tanto actor. Asume por momentos la imagen arquetípica del hombre común, asentándose en una visión tradicional del orden social eminentemente patriarcal, contraponiéndose a una élite, nacional y trasnacional, supuestamente corrupta que defiende el nuevo orden mundial, cuestiona la soberanía nacional y trata de imponer valores contrarios a los tradicionales.
Ahora bien, a diferencia de la categoría de pueblo, pocos autores han teorizado sobre los significados de la élite en el populismo. Un aspecto crucial es la moralidad, ya que la distinción es entre el pueblo «puro» y la élite corrupta, pese a que esto no especifica quiénes forman parte de la elite. Esta se define sobre la base del poder, es decir, incluye a las personas que ocupan puestos de liderazgo en la política, la economía, los medios de comunicación y las artes, aunque excluye a los propios populistas y sus simpatizantes. Los populistas también suelen argumentar que la élite no solo ignora los intereses del pueblo, sino que incluso está trabajando en contra de los intereses del país.
El populismo puede fusionarse completamente con el nacionalismo cuando la distinción entre el pueblo y la élite es tanto moral como étnica. Aquí, la élite no solo se ve como agente de un poder extraño, sino que ellos mismos son considerados «extraños». Si bien la distinción clave en el populismo es moral, los populistas utilizan una variedad de criterios secundarios para distinguir entre el pueblo y la élite. Esto les proporciona una flexibilidad que es particularmente importante cuando adquieren poder político.
Aunque tendría sentido que la definición de la élite se base en los mismos criterios que la del pueblo, no siempre es así. En muchos casos, los populistas combinarán diferentes interpretaciones de la élite y el pueblo, es decir, clase, etnicidad y moralidad. Así pues, en lo que respecta estrictamente a la derecha radical populista, Mudde plantea que ésta se focaliza en la élite propiamente política, «(…) que engloban bajo la etiqueta genérica de la izquierda y a la que se acusa de corromper la nación con sus ideas posmodernas y marxistas culturales». A su vez, «diversos políticos ultraderechistas de todo el planeta han acusado a académicos, artistas y periodistas de ser, no solo elitistas o izquierdosos, sino también antinacionales, es decir, traidores a la nación, que es el peor insulto que un nacionalista puede proferir».
Las representaciones altamente moralistas de los discursos populistas implican una cosmovisión maniquea en torno a esa dicotomía pueblo-élite. Dependiendo de la ideología densa que propugnen los populistas, pero también del contexto político y las oportunidades relacionadas, lo que cuenta como élite puede variar significativamente. Aún así, una de las principales amenazas que representa el populismo —y que se vio reflejada en los acontecimientos golpistas de enero de 2023 en Brasilia— es la tensión que presenta con la democracia liberal. La propia concepción o caracterización del pueblo en la noción del populismo es en sí misma una de las principales amenazas para la democracia liberal (Moffitt, 2022).
El problema fundamental del populismo radica en su concepción homogénea del pueblo. Al desconfiar de cualquier institución no elegida que limite el poder del demos, el populismo puede convertirse en una forma de extremismo democrático o, mejor dicho, de democracia iliberal (Mudde y Rovira Kaltwasser, 2017). El populismo tiende a favorecer la participación política, ya que contribuye a la movilización de grupos sociales que sienten que sus preocupaciones no son consideradas por las élites políticas. Como su creencia central es que el pueblo es soberano, todo el pueblo —y solo él— debe determinar la política.
En ese sentido, el objetivo del bolsonarismo siempre fue socavar los cimientos de la democracia liberal (Muggah, 2023). Durante los cuatro años de Bolsonaro en la presidencia, él y sus aliados desafiaron la integridad del proceso electoral y difundieron afirmaciones falsas de elecciones fraudulentas y máquinas de votación electrónicas que «funcionaban mal». Luego, Bolsonaro encendió la mecha del ataque y huyó de la escena del crimen. En lugar de participar en la toma de posesión de Lula, de acuerdo con la tradición democrática del país, se mudó a una casa alquilada en Orlando, Florida, desde donde ha negado cualquier participación y responsabilidad en el comportamiento de sus seguidores. Al igual que Trump en 2020, se negó a reconocer los resultados de las elecciones presidenciales. En cambio, él y sus hijos impugnaron enérgicamente la validez del proceso, intentaron anular los resultados en los tribunales, desafiaron la legitimidad del presidente entrante e instaron a sus partidarios a salir a las calles.
La democracia nunca puede darse por sentada. Los mismos edificios que albergan los Tres Poderes y que fueron saqueados el 8 de enero constituyeron el escenario de un jubiloso evento de inauguración solo unos días antes. Las democracias corren el riesgo de desmoronarse cuando grandes segmentos de la población pierden la fe en las instituciones y desconfían de las autoridades electas y los servidores públicos. De esta forma, la derecha radical populista lleva a impugnar valores, normas e instituciones que aseguran las libertades democráticas.
La retórica populista propone una conexión directa con el líder. Al posicionarse de esta manera en el espacio político se estimula una confrontación polarizadora que muchas veces utiliza la confrontación «pueblo» versus «élites». La crítica a la representación política del populismo parte de poner en cuestionamiento el eje vertical de la división política, que divide al pueblo de la élite. En ese sentido, retomando la definición de Mudde de derecha radical populista, vemos que dicha ideología acepta la democracia en su forma más esencial, pero pone en cuestionamiento el componente liberal de la misma: «(…) cuando la derecha radical populista llega al poder en una democracia liberal, trata de reconducir el país por una senda iliberal: ataca la independencia de los jueces y los medios, desprecia los derechos de las minorías y socava la división de poderes».
Vemos así como la conjunción entre populismo y democracia liberal termina siendo un anacronismo. El populismo como elemento ideacional termina por erosionar el componente liberal de la democracia representativa. A su vez, el carácter homogéneo del pueblo hace que el populismo sea una amenaza a la misma, concibiendo al otro como enemigo. En este sentido, los acontecimientos ocurridos el 8 de enero de 2023 en Brasilia fueron un fiel reflejo de la incidencia de la ideología populista en la acción política de dichos sectores radicalizados.
La irrupción al edificio del Congreso, la Corte Suprema y el palacio presidencial fue considerado el peor ataque contra las instituciones del país desde la misma restauración democrática a fines de la década de los ochenta, hace ya cuatro décadas. Si bien el expresidente Jair Bolsonaro condenó los hechos en un mensaje a través de redes sociales desde el exterior del país, los mismos reflejaron un desprecio por parte de sus simpatizantes y los principales dirigentes bolsonaristas hacia la esencia misma de la institucionalidad democrática, en un intento de erosionarla mediante una intentona golpista.
Aun así, el accionar antidemocrático no cumplió su cometido, y millones de personas salieron a las calles en ciudades de todo Brasil en defensa de la democracia, encontrando dichos sectores imbuidos por esta ideología radical una resistencia de gran parte de los movimientos sociales y amplios sectores de la sociedad brasileña a su agenda extremista. En adelante, el actual presidente Lula tendrá que afrontar los retos de división y polarización para unificar al país, proceso en el cual el respeto por las instituciones democráticas exhibido durante su mandato anterior será un antecedente importante en su intento de contención a los sectores destituyentes y antidemocráticos.
Notas
[1] Los sistemas políticos democráticos, en aquellos países que han optado por dicho tipo de régimen, están atravesados por distintos tipos de crisis, siendo amenazados por el ascenso de los populismos, independientemente del signo político e ideológico.
[2] Si bien el carácter universal del orden internacional constituía más bien una aspiración de los actores internacionales que lo forjaron y que participaban de él, éstos solían esforzarse para incluir a la mayor cantidad posible de gobiernos dentro de la arquitectura institucional internacional.
[3] Implica la preservación a través de acciones y políticas de los Estados que lo retroalimentan de manera positiva, y la meta de preservación y fortalecimiento del orden liberal implicaba que se trataba de un tipo de orden con algún grado de flexibilidad para que fuese posible ajustarlo sin romperlo.
[4] A modo de ejemplos, el populismo latinoamericano se combinó con el neoliberalismo en la década de 1990 —con Carlos Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú o Fernando Collor de Melo en Brasil— y con el progresismo de izquierda en la década de 2000 —con los Kirchner en Argentina, Hugo Chávez en Venezuela o Evo Morales en Bolivia—, entre otros.
[5] La mentalidad o posicionamiento antielitista, aún así, no debe ser confundido con una postura antisistema (Vittori, 2017). Aunque los populistas nunca se consideran parte del establishment político, cuando — y si— superan el proceso de institucionalización dentro de un sistema político dado, se vuelven parte del mismo. Sin embargo, tratarlos como parte del establishment no está en contradicción con el discurso anti-élite. El antielitismo es fronterizo en su significado y se refiere al antagonismo hacia las élites económicas, políticas, culturales nacionales o supranacionales que deciden el destino de los pueblos.
[6] Junto con estos sectores, también destacan los liberales globalistas encabezados por el ministro de economía Paulo Guedes, y los sectores militares, cuyo mayor exponente es quien fue vicepresidente de Bolsonaro, Hamilton Mourão.
[7] La insistencia en asimilar el petismo con el comunismo y el régimen venezolano o, como señaló el ex canciller Araújo, la globalización con el marxismo cultural, responde a esta asociación entre desorden nacional e importación de ideas foráneas.
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Por FRANCO STACHIOTTI – Licenciado en Relaciones Internacionales por la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Rosario (Argentina).