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Literatura

Mi canción como un lamento…

20 de julio de 2023

Uno de los versos del tango Illimani habla de lamento, otra canción argentina reitera la misma circunstancia con su famosa pieza musical Lamento boliviano. Es que los que vivimos en esta hoyada y su altiplanicie, ¿nos pasamos la vida lamentando nuestra suerte? Entonces, cómo explicamos que en Chukiyawu marka-La Paz hay más días de fiesta que días del calendario. Por ejemplo, este mes debemos alistar las tabas para bailar y danzar en varias fiestas de la Virgen del Carmen y otras festividades importantes como la del Tata Santiago, del cual soy devoto. Ambas están vinculadas al tiempo seco, espacio agrario y cósmico, y que incluye sus propios instrumentos y sus melodías, siempre conectadas con la urbe, sobre todo en los barrios populares, a través de estas fiestas patronales. Por eso, varias veces al año estrangulamos la urbe con miles de danzantes para que sepan que estamos aquí.

Un suceso primordial en mi experiencia vital para entender todo esto, fue cuando mi abuelo, orureño él, Severo Quiroga, me dejó como prenda de garantía por una botella de pisco Ormachea y cóctel de tumbo, en una célebre chichería de la final Colón. Había ganado el Strongest y el abuelo festejaba con su grupo de mangueros la derrota de su rival.

En ella tocaba cuecas y bailecitos, en un piano descascarado, una chola enjoyada y bella. Era obvio que el abuelo estaba locamente enamorado de la dama de pollera, pese a los wisllazos que le propinaba mi abuela cochabambina, jovera y más grande que él.

Desde un apartado espacio, en medio de retamas y karallantas, veíamos el trajín de la chicha, la cerveza y los cocteles de tumbo que desfilaban entre las mesas de los comensales que comían a gritos picante surtido, tomatada de boguitas, fricasé y chicharrón, entre otras delicias que me trasladaban a un planeta de sabores que emanaba del batán con llajua recién molida con huacataya, cilantro y locotos arrechos, fragancia que no me deja hasta ahora. Por encargo del abuelo, la pianista Soledad me había servido un abundante fricasé con un acompañamiento de papaya Salvietti y marraqueta crujiente, humeante guiso que no probé esperando a mi abuelo. Fue mi primera angustia porque pensé que no volvería.

En tanto, un espectáculo ocurría ante mis ojos asombrados: un par resplandeciente de colibríes cometas visitaban, zumbando, a las flores de tumbo y las karallantas que adornaban los muros; al mismo tiempo las cuecas empezaron a invadir el recinto; el baterista, con sus lentes oscuros, empezaba con su redoble introductorio. Las mujeres, bien peinadas, con polleras y faldas, preparaban sus pañuelos junto a los hombres; en medio del gentío chispeante, apareció mi abuelo, justo para la quimba y se puso a bailar, alegre como un colibrí. Eso marco mi estética, mi ethos, era mi lugar eutópico donde me sentía bien y feliz: era la construcción del mundo de los cholos chukutas, con su forma de entender la vida, la muerte, la felicidad y saber lavar la tristeza con la danza.

Después, el local se cerró y quedaron mi abuelo, su grupo de vetecos mangueros, Soledad en el piano y el baterista que oscilaba su cabeza todo el tiempo. Severo se acercó, me raspó con su barba crecida mi mejilla y me dijo: —Tienes que aprender a bailar cueca, algún día puedes ser autoridad nacional y sería una vergüenza que no sepas bailar cueca. ¡Estos señoritos cojudos de ahora no saben! Mi lección fue magistral: el gallo persigue a la gallina, saltando en tres momentos, como el gallo cuando pretende a la gallina que se escapa y se hace la linda. Cuando zapateas, debes levantar polvo, sitiar a la pareja, porque del polvo venimos y en polvo nos convertiremos.

Mientras los llocallas de mi barrio iban en las noches a bailar rock a las discotecas, con los amigos cercanos preferíamos incursionar, de día, a las quintas de recreo que pululaban en nuestra ciudad, escuchar, bailar cuecas y bailecitos con Kaluyo Pérez, Delfín Sejas y otros excelentes músicos: piano, batería y bajo. Eran nuestros territorios y los gozamos hasta el extravío. Nuestra ciudad acoge a todos y los seduce, lo sabe el Illimani. ¡Gracias abuelo!

Édgar Arandia Quiroga es artista y antropólogo.

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