LAS MARCAS DE UNA CIVILIZACIÓN EN FRANCA DECADENCIA CULTURAL E INTELECTUAL
LA POPULARIDAD DESMEDIDA DE TAYLOR SWIFT ES EMBLEMA DE LOS GUSTOS DE UNA ÉPOCA CULTURAL Y ESPIRITUALMENTE DECADENTE
25 de abril de 2024
Taylor Swift se acaba de convertir en la artista con más Grammys de la historia. Y el Super Bowl del pasado domingo fue el evento más visto en la historia de Estados Unidos, según los analistas, en gran medida gracias a Taylor Swift.
Taylor Swift no tiene nada malo, pero tampoco nada extraordinariamente bueno, por lo cual llama la atención que se haya convertido en una estrella de un nivel quizá nunca antes visto. Las razones no se encuentran en su calidad artística sino en cuestiones sociales, económicas y políticas. En este sentido es un emblema de nuestros tiempos, en los cuales existen una ausencia de creaciones artísticas de primer nivel y en la que domina el deseo de tener una relación íntima con una celebridad (que de alguna manera reemplaza la relación con una divinidad), la cual engañosamente se convierte en una especie de figura cercana, casi familiar (a esto se le llama una “relación parasocial”, algo que los influencers explotan para amasar hordas de seguidores). A través de esta relación la vida se vuelve especial; es como si al participar, aunque a la distancia, en la vida de la estrella, ésta les derramara un poco de su abundante linfa celestial.
Si nos basáramos por los números -dinero y Grammys- podríamos decir que Swift es la más grande artista de la historia. Aunque no faltarán “swifties” que digan algo así, nadie con un poco de sensatez y cultura se atrevería a decirlo seriamente. Sin embargo, sí se encuentran personas de supuesta autoridad que sugieren que su talento de escribir canciones puede compararse con Dylan o Lennon. Lo cual, de nuevo, es bastante ridículo. Es como si nuestros críticos (o críticas) se hubieran quedado en una perpetua adolescencia, leyendo Teen Magazine, viviendo problemas del corazón y de “toxicidad” en las redes sociales.
Por supuestos los Grammy son una broma, no tienen ninguna autoridad real, obedecen a modas, intereses corporativos y suelen premiar sólo políticamente correcto. Al igual que los Óscares, pero quizá son peores. Más allá de esto obviamente son un barómetro de la cultura popular, de lo que se se llama en inglés “mainstream”, lo que le gusta a la sociedad en general, literalmente, de lo “corriente”. Por supuesto a la sociedad en general es por naturaleza vulgar, nunca ha sido demasiado ilustrada. El gran arte es siempre de los pocos, pero eso no significa que hayan existido épocas con mejor gusto. La nuestra educada por TikTok y sin ninguna educación significativa en la historia del arte y la literatura tiene pobres referencias.
En realidad Swift no podría ser enormemente popular si su música y sus letras fueran extraordinariamente buenas. Hay algo en ella, como dice Mark Hemingway, que “resuena con la frecuencia de Estados Unidos”, es decir, con el estado mental del país, con su cultura, con sus imágenes y deseos en este momento tan oscuro. Vibra a ese nivel. Resulta significativo que Swift esté enamorada de un jugador de futbol americano, el estereotipo de “puros músculos y poco cerebro”. En este caso un ala cerrada de 120 kilos, que no es precisamente un intelectual, aunque es muy entusiasta y ciertamente tiene su encanto, pero se expresa como el animador de un booze cruise en Spring Break. Pero no debemos decir nada de esto, porque, ella es libre de elegir y después de todo resulta una elección acorde con el empoderamiento femenino que busca imitar los gustos e intereses de los hombres.
Hemingway nota también que la popularidad de Swift está alineada con un giro hacia la cultura del individualismo y la obsesión con el propio yo. Esta es una tendencia que Adam Curtis reconoció en su genial documental “El siglo del sí mismo” y que otros críticos notaron mucho antes, pero que se exacerba con los millennials y la generación Z, obsesionada con su salud, su autodesarrollo y su autoexpresión. Los discos de Swift documentan de manera obsesiva y caprichuda sus experiencias personales, hasta el punto que sus fans se obsesionan con el proceso de descifrar los objetos de sus referencias. Este ensimismamiento es en cierta manera un rasgo que la excluye del arte en su sentido más hondo. Por ejemplo, T.S. Elliot, observó que el artista debe despersonalizarse y distanciarse del contenido de sus sentimientos, concentrándose en las formas, para trascender lo personal y alcanzar verdades universales. La música de Swift parece estancada en un eterno momento adolescente o de primera juventud, tomando la perspectiva de la niña que sufre rupturas románticas, priorizando una veta sentimental en lugar de formas más universales. Su música, asimismo, se compara claramente de manera negativa en cuanto a innovación, riqueza instrumental y demás con la de otros artistas como los Beatles o incluso artistas menores, pero sumamente populares y más interesantes como Kanye West.
Es evidente que nos encontramos en el punto más bajo y esto no es algo que haya ocurrido de la noche a la mañana. En 1918 Spengler publicaba su controversial, pero en retrospectiva, preclaro La decadencia de Occidente. Spengler creía que nuestra civilización se ha vuelto comodina y había perdido su energía creativa. Asimismo, al urbanizarse, separarse de la naturaleza y al vivir en una realidad tecnológica había perdido una conexión con un modo holístico de existencia ligado a las fuerzas de la naturaleza, los instintos y los valores tradicionales. Algunas de estas ideas están claramente antes en Nietzsche, quien vería en las redes sociales y en la cultura de los influencers una manifestación de una mentalidad de rebaño y una nueva generación de ídolos para rellenar el nihilismo subyacente. En realidad, casi todos los intelectuales de cierto nivel en el último siglo han notado el declive de nuestra civilización, en parte ligado a la globalización y a la tecnología. Figuras tan diversas, como Heidegger, Wittgenstein, Simone Weil, Del Noce, Roberto Calasso o, en Latinoamérica, uno de nuestros más grandes intelectuales Nicolás Gómez Dávila, han notado lúcidamente la decadencia cultural que significa la modernidad y ese abominable matrimonio entre la tecnología, el capitalismo y las ideas de progreso y secularidad.
Solo los intelectuales, que no tienen una profunda formación humanista, como Steven Pinker o Neil deGrasse Tyson o Yuval Noah Harari (quien es historiador, pero a fin de cuenta un tecnócrata), creen que existe un notable progreso en el mundo. Su progreso por supuesto se limita a un dataísmo recalcitrante: vivimos más años, hay más capital circulando, menos pobres, etc. Pero cualquiera sabe que lo importante en la vida no es tener más cosas o vivir más años, es vivir mejor, hacer el bien, entender más la realidad y ser feliz. Sus mismos datos muestran una crisis de salud mental de proporciones gigantescas que indudablemente nunca había llegado a estos niveles y una crisis de significado que resulta sobrecogedora (el 70% de los millennials y gen Z dicen no tener un sentido de propósito en la vida).
Por supuesto, una de las razones de esta crisis de salud mental, tiene que ver con el uso de las redes sociales, las cuales dirigen algoritmos que son como armas psicológicas creadas para explotar las debilidades psíquicas de las personas y fomentar conductas adictivas y emociones cáusticas que incrementan el engagement. Pero otra importante razón es que los jóvenes no crecen en contacto con las grandes narrativas de la civilización, o lo hacen solamente a través de pedacitos, de snippets, en TikTok, que quizá los inspiren o hagan cuestionarse su mundo por medio minuto, antes de que el siguiente video sexy o conspiranoico o estúpidamente cool capture su atención. Estas obras clásicas educan lo que antes se llama el “alma”, y en todo caso ayudan a crear estructuras de imaginación, percepción y deseo orientadas hacia cosas más elevadas, ética y estéticamente.
Podemos pensar en la cultura clásica -sobre todo la filosofía, el arte y la religión- en la que las grandes mentes de la humanidad han destilado sus momentos más altos de concentración mental, como una especie de tierra enriquecida con nutrientes orgánicos que permite que crezcan las nuevas generaciones intelectual y espiritualmente. Y la actual falta de desarraigo y desconocimiento de las tradiciones y los modelos clásicos, con una forma de monocultivo transgénico que no accede a la riqueza profunda de la tierra, pero que multiplica el alimento y permite el desarrollo de una industria de comida chatarra para la mente.
Por esta razón, aunque Taylor Swift pueda ser una rubia guapa (sin ser realmente hermosa) con una voz decente (sin ser nada espectacular), con canciones ocurrentes, divertidas, melancólicas o empoderadoras, su popularidad estratosférica es el símbolo de la decadencia contemporánea, de una pérdida de elementos culturales verdaderamente enriquecedoras, en cuya ausencia se forman nuevos modos de culto, efímeros y vaporosos, a través del consumo de contenidos que tocan solo las emociones -y no su naturaleza arquetípica, sino en su concepción pasajera-, manufacturadas por el marketing y la postproducción, y no las ideas y las aspiraciones universales del alma humana. El alma, que ha abdicado, como decía Spengler, ante el cerebro, ante la máquina y ahora ante el imperio de los trending topics y las causas políticas.
Por Emilio Novis /Twitter del autor: @pneumaylogos