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El juego de la economía: entre clases y poder

El mundo se divide, sobre todo, entre indignos e indignados, y ya sabrá cada quien de qué lado quiere o puede estar…, Eduardo Galeano.

2 de octubre de 2024

El poder real en el mundo, a través de sus muchas conquistas en la batalla cultural, ha relegado la filosofía y la economía a esferas incomprensibles para la mayoría de la sociedad, limitando así su impacto en la vida cotidiana. Esto no es un asunto menor, ya que afecta tanto al pensamiento como al bolsillo. En un contexto donde las personas buscan respuestas rápidas y prácticas, la filosofía —antes clave para cuestionar el mundo y entender nuestro lugar en él — se ha convertido en algo abstracto y distante, percibida como innecesaria o demasiado compleja. No es casualidad: aquellos que ostentan el poder han creado un entorno donde el pensamiento profundo ya no tiene cabida, desalentando la reflexión crítica que podría desafiar su control.

Por otro lado, la economía, que impacta directamente en el bolsillo de las familias, también ha sido monopolizada por «los que saben«, convirtiéndola en una materia ininteligible. Nos hacen creer que es un terreno tan complicado que solo expertos con conocimientos técnicos pueden manejarlo. Así, las decisiones económicas que influyen en la calidad de vida de millones son tomadas en despachos alejados de las preocupaciones reales de la gente y, por lo general, por expertos al servicio de quienes ostentan el poder. La brecha entre la teoría económica y la vida diaria se ensancha, y el ciudadano común se encuentra sin herramientas ni capacidad para cuestionar esas decisiones, asumiendo que «así son las cosas».

El resultado es claro: una sociedad que no comprende ni cuestiona los cimientos de su propia realidad, mientras una élite global continúa, sin oposición, dictando el rumbo hacia una mayor concentración del ingreso. La economía desempeña, por lo tanto, en la sociedad una función paralela y complementaria a la de las leyes, actuando específicamente como baluarte de una estructura de clases. Esto implica que tanto el sistema económico como el legal trabajan conjuntamente para mantener y perpetuar las divisiones y jerarquías existentes.

En La economía desenmascarada, sus autores, De Max-Neef Smith y Philip B. Smith, presentan una reseña sobre la función de la economía en la sociedad que nos gustaría compartir, con el fin de atraer a las personas hacia ideas que afectan su bienestar diario, decisiones que no pueden ser manejadas por quienes sirven a los dueños del poder.

La estructura de clases de la sociedad siempre ha estado sustentada y estabilizada por el sistema legal existente. Esta es una razón fundamental detrás de todos los códigos de leyes. Por ejemplo, el Código de Hammurabi, uno de los más antiguos códigos ancestrales, que data de 1792 a.C., representa un desarrollado concepto de igualdad entre los habitantes de Mesopotamia. Se basa en la aplicación de la ley del talión (principio jurídico que busca reciprocidad de acuerdo al crimen cometido), siendo también uno de los primeros ejemplos del principio de presunción de inocencia, pues sugiere que tanto el acusado como el acusador tienen la oportunidad de aportar pruebas.

Sin embargo, la parte que suele obviarse — y que es central en la relación de poder— es el designio de los dioses que imponían reyes sobre los seres comunes. El código está redactado en primera persona y describe cómo los dioses eligen a Hammurabi para iluminar al país y asegurar el bienestar de la gente, pero este conjunto de privilegios no estaba disponible para todos. Las penas se aplicaban según el estatus social, y solo había dos: hombres libres y esclavos; estos últimos no tenían esos derechos. El código fue formulado explícitamente para apuntalar la estructura de clases.

La idea era que las costumbres prevalecieran de manera universal y fueran percibidas como naturales, evitando así su cuestionamiento. En la ley feudal, regía la estructura de clases y era todo lo necesario para definir completamente las relaciones sociales. Estas relaciones eran percibidas y aceptadas por todos, incluso por los desposeídos y oprimidos, como establecidas por Dios. A medida que creció el poder y la riqueza de la clase comerciante —es decir, la burguesía, que provocaría el fin de la época feudal— el conflicto real entre los que tenían y los que no, salió a la superficie como un rasgo permanente de la sociedad.

Maquiavelo fue el primero en describir esta dicotomía básica, utilizando un ejemplo de su propia ciudad, Florencia. En el capítulo IX de El príncipe distingue en cada ciudad dos «disposiciones»: el pueblo y el poderoso. «El pueblo en todas partes está ansioso por no verse dominado u oprimido por el poderoso, mientras que el poderoso intenta dominar y oprimir al pueblo». Unas pocas líneas después resulta claro hacia qué bando se inclinan las simpatías de Maquiavelo cuando escribe: «El pueblo es más honesto en sus intenciones que el poderoso, porque este busca oprimir al pueblo, mientras que la gente del pueblo solo busca no ser oprimida».

Este conflicto básico ha sido un determinante esencial en los acontecimientos históricos del siglo XX. Ha estado detrás de todas las revoluciones, alzamientos y revueltas que la civilización occidental ha experimentado. En la historia filosófica y ética, los partidarios de variadas utopías han soñado con un mundo en el que este conflicto se haya resuelto, pero la historia ha demostrado que es imposible.

Con el ascenso de la burguesía surgió la necesidad de una nueva disciplina que pudiera justificar su poder financiero. La «naturalidad» de las grandes fortunas y el poder político que estas otorgaban a sus poseedores ya no era evidente, pues ya no resultaba creíble que ese orden social fuese de origen divino. La forma en que los ricos se hacían ricos y poderosos era visible para cualquiera, mientras que en la época feudal los poderosos nacían poderosos y los sin poder nacían sin poder, y así había sido desde tiempos inmemoriales.

Aunque físicamente los poderosos podían disponer como quisieran de la riqueza creada por el pueblo, sus derechos de acceso a dicha riqueza carecían de la bendición divina, por lo que se precisaba otro fundamento intelectual. Esto era necesario debido a las tendencias igualitarias que habían comenzado a manifestarse a partir del Renacimiento. Se necesitaban argumentos que demostraran que el hambre de los pobres es natural y que tratar de aliviarlo iría contra la naturaleza y perturbaría el orden establecido. Para proporcionar tales argumentos, además de la ley, era necesaria otra institución que mantuviera el orden social. Esta institución no solo debía formular la justificación teórica del nuevo orden, sino también aportar instrumentos para proteger a los propietarios de fortunas acumuladas de leyes y regulaciones que amenazaran su derecho a tal posesión.

Para cubrir esta necesidad surgió la disciplina económica. El nacimiento de la economía y su reinvención, desde sus inicios, fundamentó esta nueva economía, en la cual la dicotomía social no se centraba solo en cómo eran las cosas, sino en cómo debían ser: la economía positiva. Fue mi primera discusión con los neoliberales en la facultad. Por «nueva economía» se hace referencia a esa escuela de pensamiento que escogió justificar el statu quo, pues la economía no ha sido siempre igual.

Aristóteles, en el capítulo inicial de su Política, hace una clara distinción entre lo que él denomina oikonomía (el arte de la gestión del hogar) y irematistiké (el arte de la adquisición):

La oikonomia de Aristóteles incluía el estudio de y la práctica en diversas esferas vinculadas a la (re)producción de valores de uso como la agricultura, las artesanías, la caza y la recolección, la minería y hasta los conflictos bélicos. También incluía la discusión sobre el valor, de la ética y de la estética, como parte integral de su “arte de vivir y de vivir bien”. Implicaba un enfoque nómico centrado en el valor de uso. La crematística (iremastiké) tenía asignado un papel secundario. Dentro de ella Aristóteles introdujo una distinción con “el arte de hacer dinero” acumulación de valores de cambio mediante el comercio—. Para Aristóteles, el objetivo de la vida no debe ser la riqueza en sí, sino la felicidad y el bienestar, lo cual se logra mediante la correcta administración (oikonomía) de los recursos.

La economía aristotélica, centrada en el arte de vivir y de vivir bien, válida para todos los ciudadanos, no permitía ser invocada como justificación del mantenimiento del statu quo. Sin embargo, una lamentable bifurcación, la crematística —si se la convertía en prioritaria— podía resolver el inconveniente. Para justificar la adquisición de riqueza y poder, surgió la disciplina de la nueva economía. Según esta, se suponía que la pobreza estaba determinada por la ley natural, y mediante tal razonamiento —con una obvia laguna lógica— se asumía que cuando el poderoso acumula riqueza todo el mundo se beneficia.

Hacia finales del siglo XIX comenzó el proceso de vestir a la economía con el atuendo de las matemáticas para darle la apariencia de poder encontrar leyes y verdades eternas. Pero ni siquiera esto logró que la economía alcanzara el estatus necesario para convertir a los economistas en académicos que manejan la verdad objetiva. Posteriormente, otorgarles el título de predictores terminó por arruinarnos; quizás el último clavo en nuestro ataúd como ciencia distinta a las sociales fue no haber predicho la crisis de 2008 o, quizás peor, haber sido cómplices.

En cuanto a los ortodoxos, aceptan el sufrimiento humano como un subproducto —quizá desafortunado—de una economía eficiente. En los círculos académicos nunca se reconoce así, pero la tesis es que, en la visión dominante del mundo, la verdadera meta de una economía eficiente es proteger la riqueza y el poder de los ricos.

Bajo este disfraz se presenta la austeridad como una política económica que busca reducir el déficit fiscal y la deuda pública de un país, asumiendo que estas medidas pueden ser dolorosas a corto plazo, pero necesarias para lograr un bienestar sostenible a largo plazo que nunca llega —al menos no para el pueblo, aunque sí, y a corto plazo, para los poderosos. Es importante señalar que la efectividad de la austeridad era un tema controvertido; sus resultados demuestran que ya no lo es. Algunos economistas argumentan que, en tiempos de recesión, estas políticas pueden agravar la situación económica al reducir la demanda agregada.

La lucha será eterna entre el pueblo y los poderosos. Lo lamentable es que el pueblo se ponga de parte de los poderosos. Peor aún es creer que para manejar la economía se necesitan «los que saben». Debe tenerse en cuenta que, si estás peor, entonces no saben.

Por Alejandro Marcó del Pont

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