El orden internacional pisoteado por sus garantes
Estados Unidos, al violar las resoluciones de Naciones Unidas sobre Jerusalén, ilustra uno de los principales peligros de la geopolítica actual: el debilitamiento de los fundamentos de la legalidad internacional, que nació en 1945 de una determinada idea de la civilización. A pesar de que el final de la Guerra Fría ofrecía la oportunidad de reafirmar una norma común, los occidentales han potenciado su ventaja y han dado un mal ejemplo.
8 de mayo de 2024
Una cantinela mediática acostumbra a las poblaciones a una visión específica de la sociedad internacional. Esta parece resumirse en un caos creciente (microconflictos, oleadas migratorias, etc.), marcado por manifestaciones de una violencia ciega (atentados, masacres de civiles), en el que se consolidan potencias cínicas como Rusia o Turquía, incluso el Estados Unidos de Donald Trump. Efectivamente, este caos, particularmente evidente en la actualidad, se encuentra subyacente desde principios de los años 1990. La caída del Muro de Berlín acreditó la idea de una época totalmente nueva, de una “globalización feliz” bajo la égida protectora de Estados Unidos, ilustrada por la guerra del Golfo en 1990. Aunque esta intervención aún se situaba en el marco definido por la Organización de las Naciones Unidas (ONU), los años 1990 mostraron, por el contrario, un intento del poder estadounidense por forjar nuevas normas autoritariamente. La guerra de Kosovo fue su laboratorio, ya que sus promotores intentaban oficializar un derecho de injerencia en los asuntos internos de los Estados. Esta visión, posibilitada temporalmente por la ausencia de Rusia y por la reserva de China, alcanzó su apogeo con la intervención en Libia en 2011, al mismo tiempo que revelaba sus peligrosas contradicciones.
Desde 1945, las crisis y las guerras han estado sacudiendo el orden internacional. Pero los principios humanistas y sociales originados en las grandes conferencias de la posguerra –la de Filadelfia sobre los derechos sociales, la de San Francisco, creadora de la ONU, sobre la prohibición de la guerra– habían seguido siendo sus cimientos oficiales. En cambio, la inestabilidad que se desarrolla ante nuestros ojos es global, tanto ideológica como económica. Aunque las crisis financieras de 1998 y 2008 se hayan podido presentar como contratiempos, la elección de Trump ilustra un cuestionamiento paradójico, pero emblemático, del dogma librecambista desde su epicentro, a la vez que ultima el abandono de los derechos sociales. Por otro lado, la impresión de caos proviene, a la vez, de la recomposición de las fuerzas (afirmación de nuevas potencias mientras que otras ralentizan la marcha) y de una modificación, en sigilosa progresión, de las reglas del propio juego internacional, iniciada en los años 1990 y hoy cuestionada.
De 1945 a los años 1990, las reglas del juego estaban claras, inscritas en el mármol de la Carta de la ONU. Naturalmente, los países más fuertes, usando su derecho de veto o el de sus protectores, las eludían con regularidad para intervenir militarmente en sus respectivas zonas de influencia: Moscú en Europa Oriental, Washington en América Central, París en África o Israel en los países de sus inmediaciones. Pese a todo, y este es el punto clave, las potencias no buscaban modificar abiertamente las normas de la Carta ni inventar otras. Incluso ponían un especial cuidado en preservar las apariencias y en no contravenirlas abiertamente. La Carta de la ONU no solo servía como punto de referencia, sino que también actuaba como una especie de contrato de confianza internacional. Las críticas más intensas –el general De Gaulle denunciaba ese “aparato” que criticaba el neocolonialismo francés en África, Ronald Reagan renegaba de una burocracia antiestadounidense– se quedaban en eruptivas y no llegaban a demoler una construcción que validaba –por el derecho de veto– el estatus de gran potencia. Se hacía referencia así a las reglas oficiales que regulaban el uso de la fuerza, a riesgo de realizar interpretaciones extensivas, mencionando por ejemplo una legítima defensa “preventiva” contraria a la propia noción de legítima defensa, necesariamente reactiva. Ninguna instancia de la ONU ha validado esta deriva semántica, utilizada sobre todo por Israel para justificar el bombardeo de una central nuclear iraquí en 1980.
Desde los años 1990, la situación ha avanzado por otros derroteros: asistimos a un intento de modificación de las reglas del juego internacional, sobre todo las relativas a las leyes de la guerra. Esta transformación, impuesta por los occidentales durante la presidencia de William Clinton (1993-2001), es una de las causas de la profunda inestabilidad actual de las relaciones internacionales. Aunque al principio recibió poca oposición, parece haber alcanzado un límite con la intervención en Libia de 2011 y, más tarde, el conflicto en Siria, sin que veamos por ello un regreso al orden de 1945 ni la creación de un nuevo orden claramente definido.
En un primer momento, el colapso de la Unión Soviética permitió el ejercicio consensuado de las leyes de la guerra, poniendo fin a los cotos privados de la Guerra Fría. Así, el Consejo de Seguridad, unánime, autorizó, en nombre de la seguridad colectiva, la intervención militar de 35 países contra Bagdad (2 de agosto de 1990-28 de febrero de 1991). Se trata casi de un ejemplo típico para un estudiante de derecho internacional: la anexión de un país entero por otro –en este caso, Kuwait por Irak–, lo que constituye una violación flagrante de las normas más consolidadas desde la Sociedad de Naciones y que sirven como base para la Carta de la ONU. Entonces se mencionaba, con gran entusiasmo, un “nuevo orden internacional” y el advenimiento de una verdadera “comunidad internacional” que por fin haría que imperara el derecho contra la fuerza, el bien contra el mal.
La intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Kosovo en 1999, emblema del universo político de los años 1990, abrió una brecha –apenas percibida como tal (1)– en las relaciones internacionales, la cual sigue abierta. Transmitida por los medios de comunicación, la propaganda bélica que acompañó el bombardeo de Belgrado, sin ningún mandato de Naciones Unidas y violando las leyes de la guerra (2), marcó el surgimiento de un consenso ideológico destinado a minar aquel logrado en medio del sufrimiento en 1945. El fracaso organizado de la Conferencia de Rambouillet, durante la cual la diplomacia estadounidense manipuló literalmente, con el apoyo de Berlín, las cancillerías europeas (con París en primera línea, aliada histórica de Belgrado), significaba una elección consciente de la opción militar cuando aún se podía optar por las vías pacíficas para impedir unas masacres desgraciadamente muy reales (3).
La reunión de Rambouillet se topó con un único obstáculo: el presidente Slobodan Milosevic había aceptado el envío a Serbia de observadores internacionales de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) o de la Comunidad Europea, pero se negaba a admitir a enviados de la Alianza Atlántica; probablemente tenía buenas razones para poner en duda su imparcialidad… Con este pretexto, y sin mandato del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas pero con la participación de Francia y del Reino Unido, Estados Unidos inició, en marzo de 1999, una amplia operación de bombardeos aéreos que llevó a la capitulación de Belgrado tres meses más tarde. Este “uso de la fuerza” en condiciones no previstas por la Carta de la ONU se replicó con la agresión estadounidense contra Irak en 2003, esta vez sin el apoyo de París (4).
La intervención de la Alianza Atlántica en Kosovo parece tanto menos justificable cuanto que dio lugar a una limpieza étnica, a modo de respuesta, contra los serbios de Kosovo y que, en general, la desintegración de Yugoslavia en 1991 condujo, con el apoyo de la “comunidad internacional” –y sobre todo de la Unión Europea–, a la constitución de micro-Estados con fundamentos nacionalistas o mafiosos, como el actual Kosovo. Mientras que los dirigentes serbios fueron juzgados, y con razón, en los años 2010 por el Tribunal Penal para la Antigua Yugoslavia por violación de los derechos fundamentales, los crímenes de guerra de la OTAN siguen impunes. El bombardeo intencionado de objetivos civiles, entre ellos la radiotelevisión serbia, no ha recibido ninguna sanción. Este “doble rasero” ejerce un peso sobre las relaciones internacionales tanto más importante cuanto que la intervención tenía como finalidad validar, sobre la base de información falsa (como la supuesta “Operación Herradura” de Milosevic, inventada por Berlín), el cuestionamiento de un principio fundador de la Carta de la ONU, la intangibilidad de las fronteras, y el desmantelamiento de un Estado miembro de Naciones Unidas (la República Federal de Yugoslavia). Cada vez que se le presenta la oportunidad, la diplomacia rusa actual aprovecha para subrayar la duplicidad de los occidentales, que niegan a Moscú el derecho de hacer en Abjasia, en Osetia o en Crimea lo que autorizaron con Kosovo. Naturalmente, los occidentales rechazan este paralelismo (véase «La manzana de la discordia«).
En 1945, las grandes potencias llegaron a un acuerdo sobre las reglas del juego, en particular sobre lo que constituye el principal factor de perturbación en la escena internacional: el recurso a la guerra y, de forma general, a la fuerza. A pesar de las tensiones de la Guerra Fría, el sistema de Naciones Unidas continuaba basándose oficialmente en el rechazo de la guerra y la promulgación de principios destinados a limitar sus causas. Este orden correspondía también a los intereses de los países pequeños, en la medida en que prohibía la injerencia que los Estados, sobre todo colonizadores, utilizaban y de la que abusaban para imponer sus perspectivas a poblaciones más débiles. Al circunscribir las condiciones del uso de la fuerza a las “amenazas” que se ciernen sobre la paz, la Carta de la ONU priva a los poderosos de argumentos más subjetivos. En el siglo XIX, los europeos pretendían, por ejemplo, intervenir en el Imperio otomano con el pretexto de proteger a las minorías cristianas perseguidas (“intervenciones de humanidad”) (5).
Los años 1990 abrieron la vía a una modificación del equilibrio político y jurídico mediante la ampliación de las circunstancias legítimas para entrar en guerra (ius ad bellum). Además, esa época estuvo marcada por la difusión de ideas como el deber o el derecho de injerencia, apreciadas por el politólogo italiano Mario Bettati y por el fundador de Médicos Sin Fronteras (MSF), Bernard Kouchner (6). El poder del Estado y de sus dirigentes debe someterse a los valores del orden internacional. Producto de este universo ideológico, “en la guerra de Kosovo tenía lugar una práctica de injerencia, sin lugar a dudas –subraya el expresidente de MSF Rony Brauman, quien por aquel entonces aprobaba esta intervención–. ¿Era la manifestación de un derecho de intervención armada? Podemos afirmarlo, y es lo que hacen los partidarios del ‘derecho’ de injerencia, que lo ven reaparecer triunfalmente en la ONU” (7).
La proclamación de una “comunidad internacional” no oculta bien el hecho de que la virtud se impone a unos mientras que el cinismo de la realpolitik sigue atribuyéndose a otros
En 2005, una resolución de la Asamblea General de las Naciones Unidas reconocía, en efecto, un nuevo principio no previsto por la Carta de 1946: la “responsabilidad de proteger”. Significa que un Gobierno, aun siendo formalmente soberano, posee obligaciones para con sus ciudadanos, obligaciones que la “comunidad internacional” puede definir y las cuales le puede recordar manu militari. No es casualidad que este principio fuera ideado por la comisión de “personalidades de alto nivel” que redactaba sus conclusiones cuando tenía lugar la guerra de Kosovo (8). Esta intervención militar “no fue ajena, sin duda, a sus reflexiones y propuestas finales”, señala Brauman. Así pues, la intervención en Libia en 2011, la única actuación militar oficialmente decidida por el Consejo de Seguridad sobre la base de la “responsabilidad de proteger”, es una descendiente de la de Kosovo.
La ausencia transitoria de contrapoderes en la escena internacional posibilitó la operación de la OTAN en Kosovo. En el universo de Naciones Unidas, los años 1990 son conocidos como la “década de las sanciones”: dominado por el “P3” (los tres miembros permanentes occidentales del Consejo de Seguridad: Estados Unidos, el Reino Unido y Francia), el Consejo de Seguridad adoptó, con resultados a veces cuestionables, una serie de medidas coercitivas contra Estados que “amenazan la paz o la seguridad internacional”. Por ejemplo, la prohibición de todos los intercambios internacionales infligida a Irak durante la primera guerra del Golfo en 1990 tendrá consecuencias injustificadas en las poblaciones civiles (alimentación, sanidad). Desde entonces, extrayendo las lecciones de la experiencia y de las críticas, el Consejo de Seguridad precisa el campo de las sanciones, su duración, y prevé exenciones por razones humanitarias (9). No obstante, se observa una tendencia hacia la ampliación de las misiones de esta institución, desde la asistencia técnica a la adopción de sanciones personales, al margen de los marcos jurídicos previstos. “Estas interpretaciones extensivas, incluso artificiales, de las resoluciones del Consejo –precisan los juristas Anaïs Schill y Mouloud Boumghar con respecto a Kosovo e Irak– reflejan (…) situaciones de elusión del sistema de seguridad colectiva que debilitan la autoridad y la credibilidad de este órgano y conducen a la larga, multiplicando las excepciones a la prohibición de usar la fuerza, a poner en tela de juicio el conjunto del sistema creado por la Carta [de la ONU]” (10).
Numerosos conflictos se salen de los casos previstos. Así, no son ni internacionales ni internos: son “internos internacionalizados”
Estas innovaciones institucionales y políticas destilan la idea de que la soberanía es un principio anticuado, tanto en la escena geopolítica como en el ámbito económico. Por lo tanto, los años 1990 vieron el apogeo de una ideología globalizadora basada en el triunfo de la democracia liberal de mercado, que debe primar en todo el planeta bajo la dirección estadounidense. La Unión Europea constituye uno de sus puestos de avanzada, responsable, entre otras cosas, de extender sus beneficios por toda Europa Central y Oriental mediante la mecánica de la ampliación, y por África a través de los acuerdos de asociación económica (11). La Organización Mundial del Comercio nació en 1995 para ampliar el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y el Comercio de las mercancías a los servicios y a la propiedad intelectual. Los países industrializados asientan la autoridad de su directorio neoliberal cooptando a países del Sur, reducidos al papel de espectadores (G5, G6, G7, G20).
Este nuevo orden, aparentemente estable, porta el germen de las tormentas actuales. El cuestionamiento del poder westfaliano (12) del Estado, celebrado por los medios de comunicación y por los pensadores predominantes, no se extiende a las grandes potencias como Estados Unidos o Francia en África, pero tampoco a países como Israel, que violan abiertamente el derecho sin que nadie les moleste. La proclamación de una “comunidad internacional” no oculta bien el hecho de que la virtud se impone a unos mientras que el cinismo de la realpolitik sigue atribuyéndose a otros. Por otra parte, nos ocupamos poco de la naturaleza y de la legitimidad de aquellos que definen los valores en cuestión y sus contornos precisos: occidentales en su mayoría. La multiplicación de los tribunales penales internacionales, impulsada por la necesaria lucha contra la impunidad, también coincide con las fronteras imprecisas del intervencionismo de geometría variable de la “comunidad internacional”: Yugoslavia, Sierra Leona, Ruanda, Camboya. Pero, sobre todo, la adopción del estatuto del Tribunal Penal Internacional (TPI) en Roma en 1998 debe consagrar el triunfo de los valores comunes de justicia y de reparación para curar las heridas de poblaciones martirizadas. De ahí la posibilidad que se le confía de juzgar, incluyendo a dirigentes en ejercicio, poniendo así en jaque el principio de la inmunidad diplomática. No obstante, al hacerlo, postula la visión de una justicia desvinculada tanto de las realidades locales como de las relaciones de fuerza internacionales.
La sociedad internacional, ante nuestros ojos, está saliendo con gran dificultad de ese momento ideológico “clintoniano”. En primer lugar, los países llamados emergentes reclaman su lugar en el gran banquete del orden mundial: ¿por qué deberían ser siempre los mismos aquellos que redactan las resoluciones de la ONU? En efecto, el grupo “P3” compone el 70% de las resoluciones del Consejo. Conciliador, el Consejo abre sus pasillos a la “sociedad civil” en la actualidad, y sus grupos de trabajo, a más Estados con el fin de ampliar el consenso que preside la adopción de sus textos sin que se modifiquen en el fondo las relaciones de fuerza. Por otra parte, Moscú efectúa un estrepitoso regreso a la escena internacional. La intervención rusa en Osetia y en Abjasia en 2008 da muestras de su voluntad de afirmarse oponiéndose a un adversario simbólicamente fácil de criticar: Georgia, que pretende unirse a toda costa a una Alianza Atlántica dubitativa.
En tercer lugar –sin duda el punto de inflexión hacia la salida del universo ideológico de los años 1990 y 2000–, la intervención franco-británica en Libia en 2011 menoscabó de forma duradera el consenso en el “P5” (los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad). La abstención constructiva de Moscú y Pekín había permitido la adopción de una resolución del Consejo de Seguridad que autorizaba a los Estados miembros a adoptar “todas las medidas necesarias” para “proteger a las poblaciones y las zonas civiles”, sobre todo haciendo respetar una “zona de exclusión aérea”, a la vez que “excluyendo el despliegue de una fuerza de ocupación extranjera”. Con independencia del interés del principio de la “responsabilidad de proteger”, su aplicación constituye una revisión, en sigilosa progresión, de la Carta de la ONU, con todas las incertidumbres que conlleva. Este texto, a fortiori en sus elementos estructurales, no puede ser revisado sin respetar los procedimientos previstos, so pena de provocar una crisis de confianza entre los Estados, incluyendo los más poderosos. En la práctica, la OTAN sobrepasó el mandato otorgado por el Consejo de Seguridad. Por añadidura, la intervención condujo a la caída de Gadafi, violando el derecho internacional, el cual prohíbe el derrocamiento de un Gobierno como objetivo de la guerra.
El final del mundo unipolar, tan cómodo para los occidentales, puede verse en Siria
El desarrollo de los acontecimientos impactó a Rusia y China, que se consideraron engañados y afirmaron que no volverían a caer en la trampa. Las discusiones en el seno del Consejo de Seguridad se ven marcadas de forma duradera por ello, pues Pekín y Moscú se atribuyen –sin mucha dificultad– el papel de buenos recordando a los occidentales las normas de la Carta de la ONU, sobre todo el principio de no injerencia en los asuntos internos de los Estados, incluso aunque ellos mismos respetan poco los derechos fundamentales. Pekín, al unirse con entusiasmo al acuerdo de Naciones Unidas sobre el clima, pasa a situarse en primera línea de la escena internacional y desvía oportunamente la atención, por ejemplo, de su rechazo a hacer efectiva la decisión del Tribunal Permanente de Arbitraje sobre la disputa con Filipinas relativa al mar de China. El final del mundo unipolar, tan cómodo para los occidentales, puede verse en Siria, donde Francia y Estados Unidos, que se mostraban belicistas contra el régimen criminal de Bachar el Asad en 2012, ven cómo hoy en día se perfila la paz sin ellos.
Mientras que la Carta de la ONU pretende limitar, incluso prohibir la guerra, las intervenciones militares efectuadas deformando o violando el derecho internacional (“guerras humanitarias”) son a menudo objeto de críticas por su carácter arbitrario o porque recuerdan a un elefante en una cacharrería, echando cualquier tipo de leña al fuego de un orden inestable.
Aunque el Consejo de Seguridad sigue ocupando un lugar central en la gestión de la seguridad colectiva, tal y como lo confirma su cargada agenda, se ha instalado una peligrosa imprecisión en cuanto a las reglas del juego internacional. Más allá del juego hipócrita y desestabilizador de los actores, sobre todo del “P5”, la sociedad internacional se enfrenta a nuevas amenazas y problemáticas, no previstas por la Carta de 1945 y que llaman a los dueños del juego a la reflexión y a la responsabilidad. Numerosos conflictos se salen de los casos previstos. Así, no son ni internacionales ni internos: son “internos internacionalizados”, es decir, que una disputa local se degenera, implicando a una multitud de actores –a veces Estados, pero también grupos transfronterizos, mafiosos o terroristas–. La protección de las poblaciones civiles, que a menudo pagan un alto precio en relación con las unidades combatientes, se ha convertido en una preocupación principal que justifica, por ejemplo, la ampliación del mandato de algunas operaciones de mantenimiento de la paz a medidas “ofensivas” en un perímetro limitado. Pero estos nuevos tipos de crisis a menudo desconciertan a los guardianes del orden internacional. “No se sabe si se busca garantizar la ayuda humanitaria, obtener un alto el fuego o llegar a una solución política –constata el profesor Álvaro de Soto–. Semejante perspectiva no puede llevar más que al resultado de crear expectativas y así, frente al fracaso previsto, devaluar la moneda de la negociación” (13).
Si Naciones Unidas es objeto de abundantes críticas, la Unión Europea –cuya estructura moderna fue concebida en los años 1990 (Tratado de Maastricht, 1992)– se ve debilitada permanentemente: la fractura entre su parte oriental y los países fundadores sobre la cuestión de la democracia lo ilustra, al igual que la salida del Reino Unido, anticipadora quizás de la disolución de una Unión Europea inadaptada a la nueva geopolítica. Más profundamente, se plantea el estatus internacional del Estado: la Unión Europea continúa profesando la superación de la soberanía nacional, mientras que potencias consolidadas o en crecimiento, por el contrario, hacen de ella su estandarte (Estados Unidos, Rusia, Irán, Turquía…). Al recibir a Recep Tayyip Erdogan en París el 5 de enero de 2018, el presidente francés Emmanuel Macron recordó que la integridad y la estabilidad de los Estados, amigos de los derechos humanos o no, eran elementos fundamentales del orden internacional. ¿Anuncia esto el final del paréntesis de los años 1990? ¿Se trata de un abandono de la responsabilidad de proteger por parte del país que tanto presionó para su aplicación en Libia en 2011? ¿Es la señal de una vuelta al espíritu de la Carta de la ONU?
En cualquier caso, a la sociedad internacional le falta la visión estratégica de su propio futuro. Tal y como lo resume el exministro francés de Asuntos Exteriores Hubert Védrine, “el mundo se encuentra en una situación comparable a la del siglo XIX sin el Congreso de Viena” –es decir, sin el momento en el que los actores se reúnen para repartirse los papeles–. Tras el colapso de la URSS, el secretario general de Naciones Unidas Boutros Boutros-Ghali (1992-1996) expresó, en vano, su deseo de organizar una gran conferencia internacional destinada a refundar un consenso internacional sobre bases discutidas claramente y aceptadas por el conjunto de actores, condición para su confianza mutua. Esta necesidad se percibe hoy en día con más intensidad, mientras los focos de tensión se van multiplicando. Algunos de sus puntos clave serían la cuestión de las leyes de la guerra, del uso de la fuerza y de la protección de los derechos humanos, cada vez menos respetados, tampoco por parte de los europeos en su trato a los refugiados.
Durante su primer discurso ante la Asamblea General de la ONU en septiembre de 2017, Macron pronunció un elogio reiterado al multilateralismo frente a su homólogo estadounidense, muy belicista. ¿Sacará conclusiones de este, incluyendo en África? “Si la reforma [de la ONU] no se vincula a una visión estratégica del futuro del multilateralismo, nos arriesgamos en gran medida a no conseguir una transformación profunda y claramente deseada –advierte Michèle Griffin, directora de planificación de políticas ante el secretario general de la ONU–. Será entonces la próxima generación la que tenga que pagar los platos rotos”. Hoy en día, concluye, “la confianza en las instituciones multilaterales se encuentra en su nivel más bajo” (14).
por Anne-Cécile Robert, artículo publicado originalmente en febrero de 2018