Sociedad

Síndromes de la clase trabajadora

Diciembre 7, 2021

El año 2012 se estrenó la película “Django sin cadena” escrita y dirigida por Quentin Tarantino. Es una violenta película sobre la esclavitud que ganó dos Oscar de la Academia.

El actor Samuel L Jackson interpreta a Stephen, el mayordomo negro del amo blanco, míster Calvin J Candie (Leonardo DiCaprio). Un mayordomo negro que no sólo odia a la gente de su raza, sino que se cree blanco, rubio y de ojos azules. Stephen no tiene apellido, pero está convencido de pertenecer a la familia Candie.

Y como al amo blanco le conviene, deja que Stephen se crea un Candie, en tiempos donde los esclavos no podían andar a caballo.

Hay una escena en la película donde Stephen se enfurece al ver llegar a un hombre negro montado a caballo y se enfurece más que sus amos blancos. Ese es el síndrome Stephen Candie. El síndrome de aquellos que defienden los privilegios del patrón, más que el mismo patrón.

Sobran jefes, capataces, capangas (los que defienden los intereses de su patrón recurriendo incluso, si es necesario, a la violencia), rompehuelgas, alcahuetes, carneros, sirvientes, vigilantes, policías represores, rastreros, chupamedias, arrastrados y lameculos con este síndrome en la clase trabajadora.

Usted los conoce…

Los ha visto cuando el patrón aparece en escena y, con un trotecito servil, corren a saludar a su eminencia. Y lo secundan sonriendo por la fábrica, la empresa, el campo, el edificio en construcción. Y son felices si el patrón amaneció contento ese día, tan felices, que si los Stephen tuvieran cola, la agitarían como un perro.

Traidores a la clase trabajadora, son ellos, los Stephen, los que denuncian y despiden a los obreros que se quieren sindicalizar. Son ellos, los que controlan hasta los minutos que tardan las obreras en ir al baño a orinar. Son ellos los que piden trabajadores inmigrantes porque son más baratos y fáciles de humillar y explotar.

Usted conoce a los Stephen Candie.

Son los que vuelven a casa y a la hora de cenar, con una sonrisa llena de satisfacción, como si fuera lo mejor que les pasó en el día, suspiran y dicen: “Andaba muy contento mi patrón hoy…”.

El síndrome del Tío Tom

En 1852, nueve años antes de la Guerra Civil en EEUU, se publicó la novela “La cabaña del Tío Tom,” de la escritora Harriet Beecher Stone. Fue un boom literario. Vendió 300 mil ejemplares.

Ambientada en los años de la esclavitud del látigo, torturas, mutilaciones y esclavos muertos a balazos o ahorcados la novela cuenta la historia del Tío Tom y la comunidad de esclavos que lo rodean.

Es una historia simple: Tom es el manso y servicial esclavo de míster Shelby “el amo blanco bueno”. Como andaba apurado de plata, a míster Shelby le da por vender a sus esclavos y, para no ser vendidos a un amo cruel y despiadado, muchos esclavos huyen de la plantación. Pero no Tom, resignado a poner la misma mejilla una y otra vez ante el hombre blanco.

Tom es vendido a un amo terrible de malo llamado Simón Legree. Y míster Legree explota a Tom como una bestia de carga y lo sacude a latigazos todos los días.

En aquellos años, “La cabaña del Tío Tom” fue considerada como una novela anti-esclavitud. Hasta Abraham Lincoln elogió la supuesta posición abolicionista del libro. Pero “La cabaña del Tío Tom” lejos está de ser un libro anti-esclavitud. Es un relato anti-látigo sí, pero en el libro la visión del hombre negro es la de un ser nacido para servir, al cual no es necesario azotar para que cumpla su cuota diaria de producción. Y hasta son esclavos felices si el “amo blanco” les sonríe cuando le tira las sobras del almuerzo.

Los hombres negros no fueron “liberados” cuando terminó la Guerra Civil en 1865… Siguieron con su vida de mierda casi unos cien años más, hasta rasguñar los años 70. Aún hoy los policías blancos pueden matar a cualquier ciudadano negro en EEUU y no pasa nada.

En 1976 Alex Haley publicó la novela “Raíces” de la cual se han hecho dos series de televisión. En “Raíces” un joven africano llamado Kunta Kinte es arrancado de su tierra natal y llevado encadenado a EEUU para ser vendido como esclavo.

A Kunta Kinte el amo blanco lo bautiza “Toby” a fuerza de latigazos…  Aun así, Kunta Kinte jamás deja de ser Kunta Kinte, y eso que los blancos le cortaron un pie con un hacha para que abortara sus sueños de libertad.

De ahí viene el concepto “Síndrome del Tío Tom” acuñado por el analista venezolano Enoc Sánchez. Es el síndrome de los trabajadores que se dejan explotar y en una onda hasta masoquista se someten a un sistema que los exprime y humilla. Y cuando llegan a viejos los descartan con pensiones o jubilaciones de hambre. Los Tío Tom jamás pelean por sus derechos.

Si no fuera por los Kunta Kinte, aún estarían trabajando de sol a sol, por fichas canjeables por comida en el almacén del patrón.

En la historia del pueblo trabajador todas las conquistas laborales las lograron los que le pusieron el pecho a las balas. Literalmente hablando.

A los Kunta Kinte les echaron los perros, los siguieron con rifles y látigos, los encarcelaron, torturaron, fusilaron y ahorcaron. Mientras del otro lado del alambrado de púas los Tío Tom, acobardados, resignados y sometidos miraban y seguían trabajando en los campos de algodón. Aún hoy lo hacen.

El síndrome del Tío Tom muchos lo llevan en el ADN.

Tenemos dos novelas sobre la esclavitud distanciadas por 124 años: La cabaña del Tío Tom y Raíces. Y dos protagonistas: el Tío Tom, un esclavo manso, sumiso, al que le encanta el látigo; y Kunta Kinte, un ser humano digno y orgulloso.

En esta plantación que llamamos sociedad de mercado,  capitalista y de consumo… sobran los Tío Tom. ¡Y vaya que son escasos los Kunta Kinte…!

El síndrome de Doña Florinda

Cuando Roberto Gómez Bolaños (Chespirito) en 1973 creó la serie de humor “El Chavo del Ocho”, no imaginó que uno de sus personajes, “Doña Florinda”, iba a ser uno de los tres síndromes que marcan a fuego (sí, como se marca el ganado) a la clase trabajadora en América Latina y, por qué no, en el mundo entero.

Los “doña Florinda” o “don Florindo” son las personas que odian y desprecian a sus iguales, a sus vecinos, a la gente de su misma clase social.

Los doña Florinda se creen de la “clase media” pero son dueños de nada, aunque vivan en barrios de clase media.

Si no tienen la escritura de la propiedad a su nombre y libre de toda deuda e hipoteca… son simples inquilinos.

En la vecindad del Chavo todos son dueños de nada y mes a mes debían pagar el derecho a un techo a un obeso señor llamado Señor Barriga.

Doña Florinda es pobre como los demás. Recibe una pensión que le dejó don Federico (el papá de Quico) un marino mercante que se perdió en alta mar. Y con esa platita paga religiosamente la renta y mantiene siempre limpio a Quico en su traje de marinerito. Además de comprarle todos los juguetes, dulces y caramelos que a Quico se le antojan.

Mientras, El Chavo lo mira siempre con hambre. Y eso hacía reír: un niño con hambre todos los días.

Como detesta a la chusma, doña Florinda está siempre enojada, con un andar enérgico y la nariz fruncida, como si oliera caca.

Sólo sonríe cuando aparece en escena el profesor Jirafales con su humilde ramo de rosas.

Pero el maestro longaniza también es pobre. Cobra el salario de un profesor de la educación pública, nada más.

Como odian a los de su clase los doña Florinda votan siempre por los ricos, aunque los ricos sean unos terribles corruptos y delincuentes de traje y corbata. Y tengan cientos o miles de millones de dólares ocultos en Panamá, Las Islas Vírgenes, Las Islas Caimán, San Marino, Suiza o la quebrada del ají.

No importa, los doña Florinda los votan igual.

Los doña Florinda se espantan cuando escuchan la palabra socialismo o populismo. Y ni hablar si escuchan la palabra “comunista”: ahí les puede dar un patatúm.

Repiten como loros “¡Ay, no queremos ser Cuba o Venezuela!” como si vivieran en Manhattan, el Principado de Mónaco o en Marbella… mientras le meten más papas a la olla para hacer rendir el guiso.

Y no se juntan con la chusma.

Aunque los doña Florinda cuelguen los calzones en el mismo tendal que Don Ramón cuelga sus calzoncillos.

Por Jon Kokura

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