
13 de junio de 2025
El día de ayer se confirmaron cuatro muertes: tres policías y un campesinos. No se trata solo de cifras, sino de hechos que vuelven a situar al país en una espiral de violencia que se repite con demasiada frecuencia. En este contexto, resulta inevitable recordar una frase cruda del exministro Juan Ramón de la Quintana: «El rito del bloqueo se alimenta de la sangre de los enfrentamientos. Así se tumba a un gobierno.»
Más allá de su tono escalofriante, esa frase revela una lógica instalada en nuestra historia reciente.
En 2005, la muerte de un minero desató una movilización que obligó a Hormando Vaca Díez a renunciar a la sucesión presidencial. En 2007, los muertos de La Calancha marcaron un quiebre en la Asamblea Constituyente. En 2019, la masacre de Senkata dejó una herida abierta que aún divide al país entre quienes reconocen una masacre de Estado y quienes la minimizan. Como estos, hay otros episodios en nuestra historia reciente donde la muerte ha sido punto de inflexión y herramienta de presión política.
Hoy, el conflicto impulsado por sectores evistas se presenta como una protesta social, pero está cargado de una estrategia de desestabilización. Las exigencias de renuncia presidencial, los bloqueos permanentes y la escalada de violencia refuerzan esa interpretación. Sin embargo, esta vez el relato cambió: los primeros muertos no fueron campesinos, sino policías. Ese hecho ha permitido que desde el oficialismo se instale un discurso que asocia a los movilizados no solo con la violencia, sino también con el crimen organizado y el narcotráfico. Si los muertos hubieran sido campesinos, el relato habría sido distinto: no sería el gobierno ni el antimasismo quienes impondrían su narrativa, sino el evismo.
La disputa ya no se juega únicamente en las calles. Hoy también se libra una guerra de narrativas, construida de forma deliberada desde ambos frentes. Circulan audios falsos, renuncias inventadas, pronunciamientos de encapuchados y una ola de imágenes manipuladas que buscan instalar verdades parciales. El conflicto está tan presente en las plataformas digitales como en las carreteras. Se produce percepción, se siembra miedo, y se busca anular al otro mediante el desprestigio sistemático.
El caso de Llallagua es revelador. En redes sociales se difundieron testimonios, transmisiones en vivo y videos que mostraban el miedo y la polarización, similares a los vividos en 2019. Esta vez, el “otro” eran los ayllus. Circularon videos de campesinos armados, gente disparando en Llallagua, imágenes violentas mezcladas con otras editadas —algunas incluso generadas con inteligencia artificial—. Se viralizaron escenas de hombres sin rostro portando fusiles con mira óptica, que parece responder más a una estrategia comunicacional ¿Quién tomó esas fotos? ¿Con qué intención? ¿Por qué se difundieron con tanta rapidez y coordinación?
El gobierno, esta vez, logró instalar un relato que trasciende su débil aceptación: el de los movilizados violentos y desestabilizadores. Algo que no pudo conseguir ni con el llamado “intento de golpe” ni con sus documentales, pero que ahora sí logra gracias al miedo, al rechazo al evismo, al antimasismo y al poder de la estigmatización.
Lo cierto es que ya hay muertos. Y ni la vida campesina ni la del policía parecen tener valor si no aportan al relato dominante. En esta lucha, todo vale. En esta confrontación fratricida, la indolencia frente al dolor confirma una verdad incómoda: los muertos no duelen… si no sirven.
Por Wilmer Machaca