Bolivia

La revolución (popular) desfigurada

Al igual que sucede hoy con el “proceso de cambio”, la revolución del 52, en su momento fue caracterizado por Zavaleta como el “acontecimiento más extraordinario de toda la historia de la República”.

10 de abril de 2023

Como ocurre cada año, ayer se recordó los 71 años de la Revolución Nacional del 9 de abril de 1952. Este hecho, sin duda alguna, por su significación histórica, es uno de los hitos más importantes del siglo XX, empero, las distintas historiografías alteraron el sentido político de este acontecimiento vaciando su sentido popular: primero, la mirada nacionalista y, luego, la lectura del pasado del denominado “proceso de cambio”.

Los “nacionalistas” supusieron que ese proceso “revolucionario” fue gestado por la lucidez de la intelligentsia ilustrada del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), dicho sea, al pasar, eran hijos de la oligarquía que, conmovidos por la Guerra del Chaco, gestaron ese “sentimiento nacional” donde, por ejemplo, se planteaba paternalmente incluir al indio en aquel proyecto nacionalista. En consecuencia, esta mirada iluminista reducía esa gesta histórica a un puñado de intelectuales ilustrados con sensibilidad social. Y, por otro, sectores intelectuales del “proceso de cambio” negaron a este proceso revolucionario con el argumento histórico de que fue cabalgado por sectores mestizos y criollos que a la postre derivó en su burocratización y, aún peor, en su descomposición (vrg. Pacto Militar campesino).

Ambas lecturas (nacionalista y del proceso de cambio) excluyeron el potencial nacional-popular del proceso revolucionario del 9 de abril de 1952. Esa acumulación de la lucha social de mineros, campesinos, obreros y trabajadores fue desdeñada por escribidores de la historia de la revolución nacionalista que buscaban la redención de un Estado en crisis. Ese Estado liberal fallido fue puesto en la cornisa para luego diseñar el derrotero nacionalista en nombre de la Nación, pero, a los pocos años, los emenerristas o, mejor dicho, su ala conservadora se entregó instrumentalmente a la voracidad imperialista norteamericana desahuciando la esencia nacionalista para convertirse en un gobierno antinacional (como diría Carlos Montenegro).

A partir de estos recovecos del proceso revolucionario, Luis H. Antezana reflexionó al Nacionalismo Revolucionario (NR) asociado a un “ideologuema” que tiene una forma de herradura que absorbió toda la discursividad. Unos discursos y/o prácticas se arrimaban al polo nacionalista, diríamos a los de “derecha”, y los otros cercanos al polo revolucionario, o sea, diríamos a los de “izquierda”, que en términos gramscianos llamaríamos el “bloque nacional-popular”.

Siguiendo esta propuesta analítica, las lecturas nacionalistas y del proceso de cambio se inclinaron, sobre todo, al polo “nacionalista” y, a la vez, como efecto colateral negaron al polo “revolucionario”.

Entonces, esas miradas obtusas de ambas historiografías menguaron el potencial político de esas “hordas impolutas de los que no se bañan”, graficadas así por René Zavaleta para caracterizar al bloque “nacional-popular”

O sea, esa “energía revolucionaria” del bloque nacional-popular doblemente silenciada en aras de enfatizar al sujeto mestizo que ocultó al sujeto indígena como el verdadero protagonista del proceso revolucionario. La historiografía nacionalista necesitaba consolidar el proyecto cultural del mestizaje, hoy es la piedra de toque desde la cual, paradójicamente, el discurso del “proceso de cambio” cuestiona al Estado del 52 tildándole de un Estado monocultural y colonial y así se negó el papel “desde las bases”. Al igual que sucede hoy con el “proceso de cambio”, la revolución del 52, en su momento fue caracterizado por Zavaleta como el “acontecimiento más extraordinario de toda la historia de la República”.

Por Yuri Tórrez – LR.

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